jueves, 26 de enero de 2012

Megaupload, la cortina de humo


TOMÁS MAYORAL Dos días después de que Estados Unidos cerrara Megaupload, una web francesa de enlaces a software, música y películas ya estaba encuestando a sus usuarios sobre qué servidor opinaban que era el mejor para colgar sus contenidos en el futuro. La web, a la que le faltaba un crespón (otros dirán bandera) negro en su cabecera por el cierre de la criatura de Kim Dotcom Schmitz, proponía con un temerario optimismo cinco alternativas (hay centenares), entre las que estaban lo más granado de la «competencia» de Megaupload en el sector de los «servers»: Fileserve, Netload, Gigasize, Filesonic y 4Shared.

Eran las claras resistencias mentales a aceptar que el puñetazo sobre la mesa dado por las autoridades de Estados Unidos contra lo que unos llaman intercambio de archivos y otros piratería de contenidos audiovisuales había cerrado un capítulo más en la joven pero tormentosa historia de internet, el que podríamos llamar «la era dorada de los grandes servidores». En pocas horas los hechos noquearon con contundencia los últimos «aquí no ha pasado nada»: como fichas de dominó, esos grandes nombres «alternativos» fueron cayendo uno tras otro, cada cual a su manera: unos borrando a toda prisa enlaces «sospechosos» de ser contenido sujeto a «copyright» y otros limitando el acceso a los archivos sólo a quienes los habían «subido» al servidor e incluso cerrando el acceso de los archivos «comprometidos» únicamente a los usuarios de EE UU. En esta alocada carrera de pollos sin cabeza sí hubo algo en común a todos: la anulación drástica de los programa de premios económicos que «incentivaban» a los «uploaders» que habían subido al servidor los contenidos más demandados. A más descargas, más dinero. He aquí la gran madre del cordero, la principal prueba de cargo que separa el desinteresado intercambio de archivos entre internautas y el negocio fullero puro y duro con contenidos pirateados.

Ya no se persigue al usuario por bajarse una canción, sino al que facilita el contenido (web de enlaces) y, sobre todo, al que gana con ello. En esto EE UU empieza a imitar a Europa, donde el lucro económico, y no otra cosa, ha sido el clavo ardiendo al que se han agarrado discográficas, editoriales y productoras cinematográficas para conseguir que los jueces se convencieran de que ya no estaban ante inocentes internautas intercambiando productos culturales de consumo personal, sino ante auténticas redes delictivas que fomentaban el delito y se lucraban con él. Los 175 millones de dólares amasados por Kim Schmitz no son nada en comparación con lo que otros potentados de internet han ganado con sus negocios, algunos de los cuales también se benefician con el material ajeno, pero demuestran que había un floreciente modelo de negocio. El servidor ponía el espacio, abierto a todas las subidas (algo así como un gigantesco disco duro en la «nube»); los «uploaders», los contenidos, escondidos como «archivos particulares» dispuestos para el intercambio (películas, programas, música, etcétera), y los usuarios pagaban por tener acceso rápido e ilimitado a todo ese material mediante cuentas «premium» con un coste de unos seis euros al mes. El problema era que para conseguir que los «subidores» incorporaran contenidos cada vez más suculentos, y que obviamente iban a atraer a más usuarios de pago, era necesario incentivar a aquellos en función de las descargas generadas. Con la adecuada disciplina y un buen equipo, un «uploader» podía ingresar miles de euros al mes abonados amorosamente por el servidor. Al lado de esto, la inocente inclusión de publicidad en las webs de enlaces que ha provocado las únicas condenas en España en este tipo de casos parece un pecadillo infantil.

No es la primera vez que el intercambio de archivos siente la tentación de simplificar las engorrosas descargas por el sistema «puro» de P2P («peer to peer»), la «mulita» de Edonkey, o los Torrent, a los que ahora muchos internautas piensan ya en volver. Pero esa simplificación pasa por un servidor centralizado que almacene contenidos, y ese es el talón de Aquiles al que los jueces, especialmente de EE UU, han apuntado con más tino. Que se lo digan a Shawn Fanning, el fundador de Napster y luego de Facebook. El sistema de intercambio de música que revolucionó internet en los albores del nuevo siglo tenía un problema: un servidor central. Cuando en julio de 2001 un juez decidió cerrar los servidores de Napster, el servicio duró apenas dos meses: carecía ya de funcionalidad y de sentido. Es cierto que el P2P, que nunca desapareció, supera este problema al convertir a cada usuario en un nodo de la red: aquí o detienes a millones de usuarios o cierras internet, y ninguna de las dos opciones parece viable. Pero exige equipos permanentemente conectados por la lentitud de las descargas y es casi imposible su uso cuando hablamos de los archivos de vídeo en HD o en 3D que han hecho furor en el consumo de material pirateado en los últimos años.

¿Por qué si estaba tan claro no se ha hecho antes? En primer lugar, porque es una medida de dudosa legalidad. La opinión pública internacional «no digital» ya ha juzgado y condenado a «los cuatro de Megaupload» que aparecían en la imagen que el sábado pasado publicaron todos los periódicos del mundo, con el orondo Kim Schmitz a su cabeza. Su imagen de villanos ha dado la vuelta al mundo tanto como los coches horteras de la mansión de su jefe en Nueva Zelanda. Pero aún queda por demostrar ante los tribunales que un servidor sea responsable del contenido que otros llevan hasta él. Y, por supuesto, si dejar sin sus archivos personales a millones de personas es legal. En otros términos sería como intentar castigar a un banco que ofrece ese servicio tan cinematográfico de las cajas de seguridad. Supongamos que en una de ellas (¿o en varias?) hay armas, cocaína, snuff movies, dinero negro y otros secretos inconfesables y/o delictivos. ¿Qué hace la Policía si no sabe en cuáles está el cuerpo del delito? Normalmente el respeto a los que hacen un uso adecuado y legal de esas cajas y la presunción de inocencia hacen que sea un santuario inviolable. Megaupload había sido así hasta ahora: usuarios que hacían un uso normal de un servidor rápido y barato al lado de otros que hacían un uso algo menos normal. Pero EE UU ha entrado en el banco, ha destrozado todas las cajas de seguridad, se ha quedado con lo que había dentro y ha detenido a sus ejecutivos, no a los propietarios de las cajas y presuntos responsables de su contenido. Si comparamos esas maneras de cowboy sin fronteras con la tibieza con la que el Gobierno y la Justicia de EE UU trataron a los ejecutivos de las entidades financieras que han hundido al mundo en la peor crisis económica de los últimos 75 años entenderemos por qué, de momento, han ganado un mártir digital y han convertido las represalias de Anonymous en los delitos más ovacionados del planeta.

La segunda causa de por qué ahora es un acrónimo absurdo que causa tanto sarpullido a los internautas como lo haría a Mafalda: la SOPA. La Stop Online Piracy Act o «ley Sinde» de EE UU se encontraba en una seria encrucijada tras despertar las críticas más duras de todo el mundo de internet. El «mundo de internet» en EE UU no son como en España un grupo revoltoso y freaky, aunque extrañamente influyente (cuánto tardó Zapatero en entenderlo). Allí se llaman Google, Facebook, Wikipedia o Yahoo. Obama se sienta con ellos a cenar en mangas de camisa. Así que cuando este «mundo» de titanes dijo «no» a lo que iba a matar la gallina de los huevos de oro y, seguramente, el impagable liderazgo mundial de EE UU en la red, hasta los senadores ultraconservadores que tenían que votar la ley dieron marcha atrás y aplazaron sine die la polémica norma. De haber sido así, eso hubiera provocado las iras de la industria audiovisual norteamericana. Tampoco, hay que admitirlo, tiene nada que ver con la nuestra en alcance e influencia. Así que hacía falta una medida ejemplar, una cortina de humo que mantuviera el statu quo, cambiando las cosas para, en un giro muy gatopardiano, dejarlas en el fondo casi igual. La historia de «.com Kim» merecerá sin duda en pocos años o aun meses, si algún avisado escritor aporta el libro de su biografía con rapidez, una película. Hollywood está especializada en rentabilizar al enemigo, y éste no va a ser una excepción. Tal vez tenga éxito. Tal vez la veamos en el cine. Pero mucho habrá tenido que cambiar la cosa para entonces como para que algunos millones no se la descarguen ilegalmente y la disfruten en sus casas gratis. Dado que la industria cultural mundial sigue sin entender que el pasado sólo vuelve en las películas, únicamente hay una manera de evitar esa descarga: cerrar internet. Y cómo señalaba antes, es algo que está fuera del plan.

FUENTE: http://www.lne.es

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